Akira Kurosawa, director japonés con una carrera de 50 años, se hizo famoso por sus películas de samuráis. Su obra maestra, Los Siete Samuráis (1954), cuenta la historia de siete espadachines desempleados que son contratados por granjeros para defender su aldea de los ataques de los bandidos. La película, ambientada en el Japón de 1586, termina con el líder de los samuráis diciendo que, a pesar de haber repelido a los bandidos, la victoria es de los aldeanos, no de ellos.
Esa narrativa fue adaptada en el filme estadounidense Los Siete Magníficos (1960), con la misma historia, pero en un contexto diferente. En vez de ser Japón, es México; en vez de ser 1586, es finales del siglo XIX; y en vez de pelear con espadas, los personajes usan pistolas.
No fue la última vez que una película de Akira Kurosawa fue adaptada al western. Yojimbo (1961) fue adaptada por dos directores italianos: primero por Sergio Leone en Por un Puñado de Dólares (1964), y luego por Sergio Corbucci en Django (1966).
En esencia, los spaghetti western y las películas de samuráis son las mismas historias: hombres solitarios que vagan involucrándose en los problemas de los personajes que encuentran en su camino, casi siempre marcados por su pasado, ya sea una pérdida personal o por haber sido héroes en tiempos mejores.
Claro que hay ciertas variaciones, sobre todo en las secuencias de acción. Los western suelen tener planos más cortos, y muchas veces la violencia es más explicita, pero incluso algunos tipos de planos se repiten. Los planos generales de Yojimbo se han vuelto casi mandatarios en los westerns.
Ambientar historias de otros lugares en contextos que apelan al público local es una manera de conservarlas. El mismo Kurosawa lo hizo en Trono de Sangre (1957), una adaptación de Macbeth que, en vez de transcurrir en Escocia, está ambientada en Japón.
Estas obras se influencian unas a otras, y su legado no para de expandirse, como lo demuestra la versión de Los Siete Magníficos del 2016, más de 70 años después de Los Siete Samuráis.